El RitualAquella tarde primaveral, un tibio sol entraba por la ventana. Lucía, por un momento, dejó las agujas de tricotar en un costurero que se encontraba en una mesita auxiliar.
Cerró los ojos y reclinó su cabeza en el respaldo de la mecedora de anea.
Sus recuerdos de antaño acudieron prestamente a su memoria. Siempre le gustaba rememorar aquel episodio de su niñez.
Ella, hasta los dieciséis años, había vivido con sus abuelos maternos en una amplia casa de campo de un coqueto pueblo andaluz. La familia, tenía por costumbre realizar todos los años para el día de los Santos, las tradicionales gachas, las cuales iban aderezadas con un exquisito arrope. El abuelo Marcos, era el encargado de elaborarlo.
Para ello, ponía el mosto a fuego medio durante una cocción prolongada, mientras lo removía bien con un cucharón hasta llegar a la caramelización del azúcar. Entonces, llegaba a su punto justo y adquiría la consistencia del caramelo. Su color marrón brillante y su dulce olor daban el maravilloso toque final.
Al hombre le gustaba guardar unos tarritos en conserva con dicho producto.
-Esto-le decía a su nieta guiñándole un ojo-lo guardamos porque de esta forma lo podemos tener más tiempo sin que se estropee. En el desayuno, se lo echamos a la tostada y está delicioso, ya verás.
El día antes de la preparación de las gachas, Lucía iba con su madre a la pequeña, pero bien abastecida tienda de ultramarinos que regentaba Lola, la cual, con su trato cordial y su carácter risueño, les iba proporcionado todos los “avíos” necesarios.
Una vez realizada la compra, se dirigían contentas a la casa donde Inés, la abuela, se afanaba en la cocina y la dejaba pulcramente limpia.
Por fin, para la niña, llegaba el día tan esperado. Se sentaba en un taburete y, sin perder detalle, veía a las dos mujeres desempeñando la actividad con habilidad.
Pronto, la estancia empezaba a inundarse de exquisitos olores que se mezclaban entre sí…
El anís, la matalahúva, la canela, el limón, el pan frito…se convertían, sin duda alguna, en protagonistas del día.
Una vez finalizada la tarea, y esperando con ansiedad que se enfriara el postre para poder degustarlo mejor, la familia se sentaba alrededor de la mesa y en una agradable tertulia daban buena cuenta del apetitoso manjar.
A Lucía los recuerdos de aquella infancia feliz la dejarían marcada para siempre.
Ahora, sesenta años después, su cabello peinaba canas y sus manos estaban ajadas por el trabajo, pero se sentía dichosa al haber podido recibir el más preciado regalo y transmitirlo a las generaciones venideras: el secreto del arte culinario.

 

 

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